Hay pocos edificios que llegan a convertirse en un símbolo de una ciudad y hasta de un país. Las Pirámides de Giza, la torre de Pisa, la torre Eiffel en París, el Parlamento (Big Ben) en Londres, el Taj Mahal en Agra, el Coliseo en Roma, la Ópera en Sídney y más recientemente el Estadio de Pekín, pertenecen a ese selecto grupo de edificios cuya sola imagen evoca las características y cultura del país que los albergan.En 1994 un grupo de jóvenes arquitectos ingleses, liderados por Thomas Willis Wright, recibió el encargo de su vida: diseñar un edificio que sea el símbolo de una ciudad, Dubai, y de un país, los Emiratos Árabes Unidos. El cliente era nada menos que el propio príncipe de Dubai, el Sheik Mohammed Bin Rashid Al Maktoum.
Burj al Arab se considera único en el mundo y no es sólo por su altura, si no su particular forma lo que lo hace distintivo, inspirándose en una vela henchida al viento, tal como las numerosas embarcaciones que confluyeron en Dubai, desde su establecimiento como puerto en el Golfo Pérsico, mucho antes de la era petrolera.
El color dorado abunda por doquier, pero no es pintura dorada. “Aquí, todo lo que brilla es oro” dice Chew. En todo el hotel se utilizaron 2,000 m2 de lámina de oro.
Como en el caso de Arabia Saudí que a mí me ha tocado analizar, también respecto a Dubai presenta Occidente un comportamiento ambivalente: por un lado, se critican sus cerrados sistemas políticos y ciertos elementos de su práctica religiosa; sin embargo, por otro lado, su enorme desarrollo económico ha provocado que los mismos países que los critican duramente se beneficien de dicho desarrollo en su propio beneficio, sin cuestionarse las restricciones a los derechos y a las libertades de ambos países.
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